Ayer miraba mi pasaporte, luego de
haberlo recogido tras el proceso de la visa estadounidense y me impactó su
fecha de emisión. Hace más de dos años que comenzamos nuestro proyecto
migratorio a Québec. Primero pensé que era demasiado tiempo y que se me había
pasado como agua entre las manos, pero luego fueron apareciendo en mi memoria
todos los hermosos momentos que viví durante esta etapa de mi vida y comprendí que
los percibo muy rápidos porque han estado cargados de intensidad, pasión y
amor.
Recordé también una plática que tuve
con un amigo hace un par de días, donde le comentaba que yo apreciaba mucho
este tiempo en el que estoy estudiando de noche porque les ha permitido a mis
hijas y a mi marido crear un lazo muy especial. Le decía que esa era mi manera
de ver las cosas, algo que en un principio me chocó terminó convirtiéndose en
algo positivo. Mi punto es que estoy segura que estos dos años no han sido
maravillosos por sí mismos, sino que yo los he vivido de esta manera porque así
lo quería vivir. Ningún mal momento viene a mi mente cuando pienso en lo vivido
hasta que me obligo a ser “realista” y busco detenidamente los procesos o
situaciones más difíciles, pero inmediatamente los maquillo con un “no podían
haber sido de otra manera” y “me permitieron aprender tal o cual cosa”. Es
maravilloso como un proceso que comenzó siendo completamente consciente:
escoger una actitud ante la vida, se ha adherido tan fuertemente a mi
subconsciente y hace que mi vida sea tan placentera. Gracias a este aprendizaje
hoy puedo afirmar que SE ser feliz.
Para aquellos que apenas me conocen
lo que cuento pudiera parecer sin importancia, porque me han conocido en mi
etapa positiva, pero lo cierto es que la felicidad era un concepto que yo casi
no practicaba. Antes estaba obsesionada con el pasado, vivía aferrada a
proyectos rígidos que construirían mi futuro, era herida infinidad de veces
porque esperaba que la vida y los otros actuaran de acuerdo a mis perspectivas
internas y buscaba eternidad en todo, lo que hacia que cada cambio, grande o
pequeño, me arrastrara a una depresión o una crisis existencial. He aprendido
que la vida no es tan seria, que cargar las cadenas del pasado (buenas o malas)
no tiene sentido, que no hay más tiempo que el presente, que la realidad no son
mis fantasías y que no todas las cosas dependen sólo de mí y hay que saber
tomarlas como vienen como dice la frase “serenidad para aceptar las cosas que
no puedo cambiar, valor para cambiar lo
que puedo y sabiduría para conocer la diferencia”.
Este proceso migratorio me ha hecho
utilizar TODO lo que he aprendido en la vida. En ocasiones cuando escucho las
historias de otros inmigrantes y cómo han sufrido o batallado en su proceso, mi
primer pensamiento es que yo lo he tenido fácil, porque llegamos con un trabajo
y las cosas se han ido siempre acomodando para bien. Sin embargo, los últimos
días he analizado estas situaciones con calma y me doy cuenta que muchas veces
estas personas deciden, desde antes, ver su experiencia como difícil, llena de
obstáculos y como si todo estuviera en su contra.
No son pocos los que me han afirmado
que en la Universidad hay “discriminación” contra los latinos y teniendo los
mismos maestros yo jamás lo he sentido así; he visto como muchas personas
rechazan buenos trabajos porque tienen la idea de que necesitan estudiar para
al final obtener el trabajo de sus sueños, cuando esta decisión pudiera no
tener los resultados que ellos esperan, al final, cuando les pidan la
experiencia canadiense y no la tengan por haber estudiado cuatro años, ¿cómo
van a enfrentar un ofrecimiento igual al primero o una búsqueda laborar lenta y
desgastante?; las comparaciones con sus países de origen donde la comida era
fabulosa, donde la familia te acompaña, donde tus hijos no consumen drogas,
donde las adolescentes no se embarazan, donde los jóvenes no dejan sus casas,
donde los niños van a la escuela menos tiempo, donde… todo es maravilloso, me
hacen preguntarme ¿entonces, por qué no se regresan?; las quejas del idioma,
porque es imposible entenderles a los québecos, porque tienen un acento
“horrible”, porque el francés es muy difícil ¿y no sabían que sería así?. Sí,
es cierto, nosotros la hemos tenido fácil pero no será porque así lo quisimos y
porque tuvimos el valor de enfrentar aquello que sí podíamos cambiar y
aceptamos aquello que no.
En el fondo todo esto me da vueltas
en la cabeza porque quisiera estar segura de estar transmitiéndoles esa actitud
positiva ante la vida a mis hijas. Cómo quiero que sean capaces de desarrollar
esa “inteligencia emocional” (como la llaman ahora) para que sepan embarcarse
en ese barco que llaman Felicidad.